PARTE
SEGUNDA: EL MOTÍN DE LA “HERMIONE”
1.
El Borracho.
El
tórrido sol caribeño flotaba casi oculto por la leve gasa gris de unas nubes
altas y escasas, aunque bastante impropias del típico cielo antillano. Ese día,
como siempre, el Malecón de la Habana bullía de actividad
marcando el pulso de la ciudad, y sirviéndole de escaparate a la vez que de
paseo, rompeolas, muralla y corrillo de comadres.
Tres jóvenes oficiales de la Armada
caminaban apresuradamente entre la gente hablando y discutiendo apasionadamente,
mientras gesticulaban y hacían exagerados movimientos con sus brazos,
intentando reforzar cada uno sus argumentos, y cargar así la razón de su
parte.
Delante de ellos, un viejo y
harapiento borracho daba tumbos de una banda a otra del Malecón como si
caminase por la cubierta de un navío durante un horrible temporal en el que su
borrachera había convertido el pacífico paseo de inmóvil piedra. Con su mano
zurda sujetaba una botella de ron que se empinaba constantemente dando grandes
tragos, mientras con la derecha agarraba fuertemente un bastón que le ayudaba a
ir capeando su particular temporal.
Pronto se fijaron los tres guardias
marinas en la zozobra de aquel borracho, del que para sus adentros pensaron que
no tardaría en desplomarse en cualquier momento, mientras un detalle acaparaba
especialmente la atención de los jóvenes aprendices de marino, y era el bastón
con el que el borracho intentaba disimular su escora, y del que ellos no conseguían
apartar su mirada, pues no era un bastón cualquiera, y a pesar del desgaste de
su fina madera de nogal, el óxido que cubría ahora su dorado pomo, y del cordón
negro que embutía, descolorido y deshilachado, su contorno, todos apreciaron
que era un verdadero, un genuino, un auténtico, bastón de mando de la Armada.
Un bastón que habría pertenecido, sin duda, a algún oficial, que lo habría
llevado en su mano con firmeza, o enganchado en el primer botón de su casaca
con despreocupada elegancia, pero siempre exhibido como símbolo inequívoco de
la autoridad y el poder de su amo.
Los jóvenes guardias marinas dejaron de
discutir, e incluso, de hablar entre ellos, y se pusieron inadvertidamente a
seguir a aquel hombre, centrando su atención en las evoluciones que el alcohol
le imprimía a su andadura, y preguntándose como habría llegado a sus manos
aquel codiciado bastón que no dejaba de atraer sus miradas. Tuvieron que
acelerar el paso, y por un momento creyeron que el borracho se les escaparía
confundido entre la gente, y se sorprendieron de encontrarse de repente los tres
andando de puntillas, con el pulso acelerado y saltando intranquilos, mientras
buscaban minuciosamente al bastón y a su dueño entre la apretada marea humana.
Finalmente el borracho no calculó bien la
inclinación de su tronco mientras se empinaba la botella, y se desequilibró,
además, con el ímpetu con que su brazo le acercó el gollete a los labios, el
caso fue que tropezó primero con un caminante, para salir después rodando
estrepitosamente por el suelo. Entonces sintió el líquido dulzón abrasarle el
esófago, y la “cubierta” tomó para él una extraña inclinación que le
nubló la vista, le hizo perder del todo la conciencia, y lo derribó.
Los guardias marinas se quedaron
paralizados de asombro y torcieron el rostro en una mueca de angustia, mientras
la cabeza del infortunado borracho golpeaba sin piedad contra el empedrado del
Malecón, y una fea herida se abría en su
frente dejando escapar borbotones de sangre. Pero antes que los marinos
hubiesen tenido tiempo de reaccionar ocurrió algo que los dejó todavía más
perplejos, y fue que dos niños, que venían caminando inadvertidamente entre la
gente del Malecón, y habían presenciado la aparatosa caída del borracho, le
arrebataron de un tirón la botella de aguardiente y el bastón de mando, y se
pusieron a correr como si los persiguiese el mismísimo diablo, pero esquivando
a la gente con una extraordinaria habilidad.
Cuando los aturdidos guardias marinas
consiguieron reponerse de la sorpresa inicial, y mientras el más joven se
quedaba cuidando al borracho, los otros dos salieron en persecución de los niños
ladrones en una vertiginosa y desigual carrera que convulsionó a
todo el gentío del Malecón.
El guardia marina más corpulento perseguía
a su minúscula presa corriendo junto a la baranda de piedra que separaba el
paseo del acantilado, sobre la que el niño corría descalzo a increíble
velocidad sin sentir el menor desmayo, deslizando sus casi invisibles pies por
la roma cresta de la muralla con la misma facilidad que si lo hiciese sobre un
piso cubierto de fina alfombra. Pero en una curva del paseo, y mientras el
escurridizo niño seguía corriendo por encima de la baranda, el guardia marina
atajó cruzando en línea recta la acera para lanzarse en plancha contra el ágil
ladrón. El niño adivinó entonces las intenciones de su perseguidor y frenó
su carrera en seco doblando el tronco en una prodigiosa contorsión.
El guardia marina quiso también frenar su
carrera como el chiquillo, pero su corpulencia no se lo permitió, y tuvo que
agarrarse con todas sus fuerzas a la muralla para no salir disparado por el
acantilado.
El niño lanzó entonces la botella de
aguardiente, que el guardia marina intentó atrapar en el aire, mientras su
presa se le escurría velozmente entre el gentío, desapareciendo
definitivamente por una de las bocacalles cercanas. La botella se escapó
fatalmente de las manos del marino estrellándose contra la baranda y escupiendo
el viscoso liquido contra su casaca.
El otro guardia marina no tuvo mejor suerte, y apareció ante su compañero bastante desaliñado y con una fea rozadura en el rostro, aunque había conseguido, al menos, rescatar el bastón de mando de las garras del joven ladronzuelo.
Cuando regresaron al lugar dónde habían
dejado a su más joven compañero al cuidado del
borracho, una densa muchedumbre se agolpaba curiosa a su alrededor, y
tuvieron que gritar y hacerse paso a empujones para atravesar la muralla humana
y llegar hasta ellos.
El joven guardia marina estaba allí
sentado en el suelo sujetando la cabeza del borracho, mientras un cirujano, que
había acertado a pasar por allí, había cortado la escandalosa hemorragia de
su herida, y terminaba de vendar la cabeza del herido, que dentro de su melopea
había recuperado el conocimiento, y miraba ahora extrañado a sus benefactores
preguntándose que era lo que había sucedido. Aunque, de repente, el borracho
pareció comprenderlo todo, y semejando estar mucho menos borracho de lo que
parecía a simple vista, hizo una mueca de fastidio y se puso a buscar algo por
su alrededor, y que todos supusieron que sería la botella.
Pero se equivocaron.
- ¡Mi bastón!.- Gritó el beodo
extendiendo la mano hacia el guardia marina -.
Este hizo un gesto negativo con la cabeza al tiempo que pegaba
instintivamente el bastón a su cuerpo y lanzaba una mirada de interrogación al
guardia marina más corpulento, que era también el más antiguo, quién adelantándose
y tomando el bastón increpó al borracho:
- Decidme de quién es este bastón.
¿A quién se lo habéis robado?.
El borracho cambió la expresión de
su rostro adoptando un aire de fiereza que hubiese asustado al más valiente de
los mortales, si no es por el aspecto cómico que le daba el vendaje de su
cabeza. No obstante, se levantó como pudo ayudado aún por el cirujano, y miró
fijamente a los ojos del guardiamarina con la expresión de quien está
acostumbrado a mandar y ser obedecido en el acto.