La Estela del Capitán S. Villar

Una Historia de Marinos 

1. El oficial de la Real Armada Daniel Villar 

I El Guardia Marina

... El día 14 de Enero de 1.780 se nos levantó un considerable temporal mientras estaba yo de guardia con mi oficial, y tuvimos que enmendar el trapo para no romper la línea de combate. Vimos que la capitana, el navío “Fénix” de Lángara, caía decididamente a estribor, al tiempo que izaba “Preparados para el combate, mantened la línea”. Todos los buques lo seguimos de inmediato, y yo llamé al comandante que subió al puente desencajado y lívido.

            La escuadra inglesa del almirante Rodney, con 21 navíos de línea y 10 fragatas ocultaba a nuestros ojos toda la línea del horizonte. Se ordenó a la dotación vestir uniforme de gala y se tocó zafarrancho de combate, mientras que el pater oficiaba una misa a la que no hacía caso nadie.

  - Caballeros, es la hora de la verdad.- Nos dijo el comandante a los guardias marinas estrechándonos la mano y haciéndonos entrega, a cada uno, de un sable de abordaje -.

            Su rostro presagiaba la angustia que tendríamos que pasar, y apenas nos miró a la cara antes de ordenarnos que ocupásemos nuestros puestos.

    Arriamos la bandera de navegación e izamos la de combate, que traíamos en una funda de seda, y allí nos quedamos los tres en la toldilla con la misión de que no se arriase, bajo ninguna circunstancia, la bandera.

            Oímos una algarabía bajo nuestros pies, en el puente, y al asomarnos por el barandal vimos que los oficiales brindaban con una botella de fino a la voz de “Por España”, al tiempo que rompían sus copas contra los trancaniles.

            A las cuatro de la tarde nos vimos rodeados por dos navíos ingleses y tres fragatas, que comenzaron a descargar con furia su artillería contra nuestros costados, al tiempo que toda la cubierta se oscurecía por el humo gris y denso de nuestros cañones, que apenas nos permitía respirar.

            El cruce de andanadas entre los ingleses y nosotros se sucedían sin pausas y pronto estuvimos desarbolados del mayor, con toda nuestra artillería de babor reventada y una considerable vía de agua en el costado de estribor. Nosotros solo habíamos alcanzado a una de las fragatas enemigas, que vimos retirarse para reparar los daños.

            Los gritos nos llegaban a través de la compacta humareda y las balas de fusil silbaban sobre nuestras cabezas sin que fuéramos capaces de distinguir la cubierta de nuestro propio buque. Nuestra artillería se calló tras ocho horas de feroz combate, y solo se oían las andanadas inglesas que continuaban pertinaces y enérgicas destrozando nuestro costado.

    Sentimos un golpe seco en la amura de babor, y otro más fuerte en estribor y comprendimos que dos navíos enemigos se habían pegado a nuestro costado. Pronto las voces españolas se mezclaron con las inglesas y dejaron de sonar los estampidos de los cañones y sentimos los gritos y las órdenes de la batalla. El humo de la pólvora comenzó a disiparse y vimos a las dotaciones inglesas saltar al abordaje entre las jarcias y alcanzar nuestra cubierta desde ambos costados.

    Nuestros marineros se vieron en medio de las dos oleadas de abordaje y luchaban como perros rabiosos degollando con furia y disparando hacia los numerosos enemigos que se les echaban encima.

            Miré a mis compañeros, y vi a Domingo en el suelo, de rodillas y rezando atemorizado, mientras que Fernando, sostenía impaciente su sable mirando atentamente hacia la escala de cubierta e impaciente por entrar en combate. Yo por mi parte me agarré fuertemente a la driza de la bandera, de la que respondería con mi vida, mientras sujetaba mi sable con la diestra.

            Un tiro de fusil destrozó la cabeza de Domingo, que quedó tendido sobre la toldilla, bajo mis pies, con sus ojos abiertos hacia el cielo, y una delicada expresión de dulzura en su semblante.

            Allí mismo, y sin comprender ciertamente los enrevesados vericuetos que recorre el pensamiento humano cuando uno se encuentra al límite de su coraje, me juré a mí mismo que no cejaría en mi empeño hasta encontrar a mi padre. Y estaba yo enfrascado en este propósito, cuando una granada partió el pico de la cangreja y me quedé con la driza en la mano, cayéndome sobre la cabeza la enorme bandera que me cubrió enteramente como una mortaja.

            No podía consentir que la bandera se arriase, así que me deslié como pude de ella y la amarré con su driza al fanal.

            En ese momento comprendí que ya estaba todo perdido.

            Un apretado grupo de marineros enemigos subía por las dos escalas a la toldilla blandiendo sus sables y sedientos de sangre y victoria.

    Fernando les hizo frente arrancándole un brazo a uno de los asaltantes de un certero mandoble, pero fue atravesado de un sablazo y cosido a puñaladas por la chusma cuando se encontraba en el suelo.

            Los enemigos se volvieron hacia mí y me hicieron señas para que les entregase mi sable, pero no lo consentí, y arremetí con decisión contra la jauría humana que me acosaba, y que me desarmó sin dificultad y me condujo maniatado y a empellones a la cubierta.

            Recibí una cuchillada en el hombro, y un puñetazo en la mandíbula con la guarda de un sable de abordaje, y fue precisamente con uno de esos que llevan picos de acero hacia fuera, con lo que mi cara chorreaba sangre como si fuese un cerdo recién degollado por un aprendiz de matarife.

                         El fuerte dolor que sentía, y lo impresionado que estaba ante mi considerable pérdida de sangre, me ayudaron a soportar mejor el dantesco escenario en que se había convertido la cubierta del “San Julian”, donde un amasijo de cuerpos mutilados yacían desparramados cubriendo enteramente la tablazón, y la sangre, corría por los trancaniles en ríos desbordantes y generosos. Vi al segundo comandante yaciendo boca arriba con un sable hincado verticalmente en su vientre, y a mi maestro, el teniente de navío de maniobra, con la cara destrozada por un disparo y sujetando su sable, partido y embozado.

            Una formidable explosión, muy cerca de nuestro costado de estribor, nos sobresaltó tanto a mí como a mis carceleros, y la mar se llenó, de repente, de humo y llamas, y cientos de objetos salían despedidos por los aires. Supe después, que el “ Santo Domingo”, otro navío de nuestra escuadra, había sido volado por nuestros enemigos.

            Fui conducido a la cámara de oficiales, donde me esperaba el resto de la dotación que quedaba con vida, y que solo eran quince en total.

            El comandante, un teniente de fragata de la batería de babor, y el cirujano, eran, junto conmigo, los únicos oficiales que habíamos quedado vivos de la masacre. El resto eran marineros y artilleros, y un contramaestre que había perdido un brazo. De todos, no había uno siquiera que estuviese completamente sano, pero al verme entrar el cirujano con toda la cara chorreando de sangre, acudió enseguida a mí para contenerme la hemorragia y sin pronunciar palabra me cosió como pudo.

            Don Pedro de Cárdenas, el comandante, era el que peor estaba, y se notaba que nuestros enemigos se habían ensañado con él, pues se encontraba postrado en el suelo con la casaca destrozada, un brazo en cabestrillo y una fea herida cruzándole el rostro, y tenía la mirada perdida y respiraba con dificultad.

            El teniente de fragata de la artillería, que era un mocetón impresionante, se alegró mucho de verme con vida, y se abrazó a mí dándome un apretón que hizo crujir con vigor toda mi maltrecha osamenta.

  - Cuide al “viejo” mientras yo atiendo a la gente, no vaya a ser que intente alguna tontería.- Me ordenó en voz baja señalando al comandante -.

            El contramaestre manco se acercó a mí y me dijo que el comandante se había intentado suicidar dos veces y habían tenido que disuadirlo a la fuerza.

  - Mire vuestra merced. - Me dijo enseñándome el muñón de su brazo recién cosido por el cirujano -. Pero vive Dios que a mí me van a tener que “suicidar” a sablazos.

                        Cuidé del comandante lo mejor que pude, pero aquel hombre había perdido las ganas de vivir y...